
La política mexicana vuelve a exhibir sus contradicciones más profundas con el caso de la llamada “Casa del Silencio” en Tepoztlán, propiedad atribuida al senador Gerardo Fernández Noroña. Lo que se presenta como un retiro de lujo, valuado en 12 millones de pesos, se ha convertido en símbolo de la hipocresía y el cinismo que tanto lastiman la vida pública del país.
El asunto va mucho más allá de un tecnicismo legal. Se trata de una propiedad edificada en tierras comunales, inalienables por definición, y que además no está registrada en el catastro municipal. Dicho en términos simples: no paga impuestos. En un país donde al ciudadano común se le persigue por un recibo de agua atrasado, resulta indignante que un legislador federal se refugie en excusas para evadir sus obligaciones.
Lo grave no es solo la evasión fiscal, sino la contradicción flagrante entre el discurso y la práctica. Fernández Noroña ha construido su carrera política presumiendo austeridad y cercanía con “el pueblo”, mientras en los hechos se da el lujo de comprar una mansión en tierra que no le pertenece, en una zona natural protegida y sin el aval de la asamblea de comuneros. El mismo hombre que fustiga a empresarios, periodistas y opositores por corruptos, reproduce exactamente las mismas prácticas que denuncia.
La indignación de los comuneros de Tepoztlán no es menor. Por décadas han defendido sus tierras contra inmobiliarias y proyectos depredadores, y ahora ven cómo un senador que se autoproclama su aliado se coloca del otro lado de la trinchera. No hay diferencia entre Noroña y los especuladores que tanto critica: ambos convierten la tierra en mercancía y se amparan en el poder para pisotear la ley y las tradiciones comunitarias.
El “silencio” que da nombre a la mansión no es metáfora de paz, sino de complicidad. Es el silencio del Estado frente a los privilegios de la clase política. Es el silencio cómplice de quienes callan para proteger a sus correligionarios. Y es, sobre todo, el silencio que los ciudadanos se niegan a guardar, pues ya han comenzado a protestar para exigir que se restituyan las tierras comunales y se haga valer la legalidad.
Si la llamada transformación quiere sostener alguna legitimidad, debería empezar por poner la lupa sobre casos como este. Porque mientras el pueblo paga impuestos, defiende sus tierras y sobrevive en la precariedad, un senador se construye un santuario de impunidad. La “Casa del Silencio” debería ser recordada no como el refugio de un político, sino como un monumento a la incongruencia que la ciudadanía ya no está dispuesta a tolerar.










