
MRS / Revista Punto de Vista / 25 de Febrero 2025
La política mexicana nunca ha sido ajena a los nombres familiares, las dinastías o las aspiraciones heredadas. Sin embargo, la reciente proyección de Andrés Manuel López Beltrán —hijo del expresidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO)— como “adelantado candidato presidencial para 2030” plantea preguntas incómodas sobre el rumbo de Morena, la democracia interna y el peso de los apellidos en un partido que se autoproclamó como la “cuarta transformación”.
Aunque faltan cinco años para las elecciones presidenciales, López Beltrán ya ha sido posicionado por ciertos sectores de Morena como el sucesor natural del proyecto lopezobradorista. Sin embargo, su figura carece de trayectoria política propia: no ha ocupado cargos públicos ni ha construido una base social autónoma. Su principal capital parece ser su parentesco, lo que revive fantasmas del nepotismo y la concentración de poder que tanto criticó su padre.
La premura de esta campaña —sin siquiera esperar a que la presidenta Claudia Sheinbaum complete su primer año de gobierno— refleja una ansiedad por controlar la narrativa sucesoria. Pero ¿es viable? En política, seis años son una eternidad. La historia reciente demuestra que hasta los proyectos más sólidos pueden desinflarse ante crisis económicas, desgaste institucional o errores de gestión.
El verdadero termómetro del poder no estará en 2030, sino en 2027, cuando se elijan 17 gubernaturas y la Cámara de Diputados. Esas elecciones serán un campo de batalla para definir quién controla la maquinaria de Morena: ¿Sheinbaum, como una líder en ejercicio, o López Beltrán, respaldado por los círculos cercanos a AMLO?
Sheinbaum enfrenta un dilema. Si busca consolidar su propio legado, necesitará aliados leales en los estados y el Congreso. Pero si López Beltrán —y, detrás de él, su padre— logra imponer candidatos afines en 2027, la presidenta podría quedar relegada a un papel secundario, incluso como figura en ejercicio. La pregunta es si Sheinbaum permitirá que su gobierno sea un puente hacia la ambición de un heredero sin experiencia.
El riesgo para Morena es claro: si se percibe como un vehículo para proyectos personales o dinásticos, perderá credibilidad ante una base que clamó por terminar con el “priísmo” y sus prácticas opacas. La designación de candidatos en 2027 será una prueba de fuego. Si López Beltrán logra influir en esas decisiones, confirmaría que el partido ha caído en la tentación del verticalismo, donde un pequeño grupo —o una familia— decide el destino de millones.
Además, la carrera hacia 2030 podría fracturar al movimiento. Sheinbaum, con su perfil técnico y respaldo electoral, difícilmente aceptará ser un títere. Tampoco es seguro que los gobernadores y legisladores de Morena apoyen a un candidato sin méritos propios, especialmente si perciben que su supervivencia política depende de lealtades ajenas a la presidenta.
El debate no es solo sobre López Beltrán, sino sobre el tipo de país que México quiere construir. ¿Es este el cambio que prometió Morena? ¿Un sistema donde los apellidos y los acuerdos en cúpulas sustituyen al mérito y la participación ciudadana?
En dos años, cuando Sheinbaum defina su postura ante las aspiraciones de López Beltrán y los candidatos de 2027, sabremos si Morena es un partido institucional o un instrumento al servicio de una familia. Mientras tanto, la ciudadanía observa: las urnas siempre tienen la última palabra, pero el camino hacia ellas no debería estar pavimentado con atajos heredados.