
MRS / Revista Punto de Vista / 18 de marzo 2025
El descubrimiento de sitios de exterminio y crematorios clandestinos en Jalisco no es solo un episodio más de violencia en México: es un síntoma de un sistema fracturado, donde el crimen organizado actúa con la complicidad pasiva o activa de autoridades locales y estatales. Estos hallazgos, lejos de ser anomalías, confirman un patrón que se repite en el país: la normalización de la barbarie bajo un manto de impunidad.
La afirmación del fiscal Alejandro Gertz Manero —“no es creíble que una situación de esa naturaleza no hubiera sido conocida por las autoridades”— no es una mera sospecha, sino un diagnóstico demoledor. La operación de crematorios clandestinos, que requieren infraestructura, logística y discreción, difícilmente pasa desapercibida en comunidades donde el crimen organizado ejerce control territorial. La ausencia de acciones preventivas o investigativas por parte de municipios y estados no solo sugiere negligencia, sino un pacto tácito de silencio.
Este encubrimiento institucional no es nuevo. Desde la década de 2000, México ha documentado miles de fosas clandestinas, muchas ubicadas cerca de centros de poder político o zonas bajo vigilancia policial. En Jalisco, estado gobernado por Enrique Alfaro —un crítico de la estrategia federal de seguridad—, el hallazgo expone la contradicción de un discurso de confrontación al crimen que, en la práctica, no logra evitar que grupos criminales actúen con ferocidad e impunidad.
Los crematorios clandestinos son la evolución macabra de una estrategia criminal diseñada para borrar huellas y disuadir la búsqueda de justicia. Su existencia no solo refleja la sofisticación del narco, sino su confianza en que las instituciones no actuarán. ¿Por qué invertir en maquinaria para incinerar cuerpos si no hay riesgo de que las pesquisas judiciales los encuentren? La respuesta es clara: porque la impunidad en México ronda el 95% en delitos graves, según datos oficiales.
El Estado mexicano lleva años fallando en su obligación básica de proteger a la ciudadanía. La lentitud en las investigaciones, la falta de recursos forenses y la revictimización de familias que exigen respuestas no son errores aislados, sino rasgos estructurales. En Jalisco, por ejemplo, el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF) acumula más de 1,500 cuerpos sin identificar, un limbo jurídico y emocional para cientos de familias.
Además, la retórica de la “guerra contra el narco” ha priorizado el combate militarizado sobre la justicia restaurativa. Mientras el gobierno federal anuncia capturas de líderes criminales, las víctimas de desaparición siguen esperando respuestas. Los crematorios clandestinos son, en este sentido, la prueba de que el modelo de seguridad actual no desarticula redes, sino que las empuja a perfeccionar sus métodos de ocultamiento.
Jalisco no es una excepción. Espeja la crisis de un país donde, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, hay más de 120,000 desaparecidos. El estado, controlado por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), muestra cómo el crimen se entrelaza con la economía formal (a través de negocios de lavado de dinero) y con instituciones débiles. La solicitud de Sheinbaum para que la FGR atraiga el caso es un reconocimiento tácito de que las autoridades estatales no tienen —o no quieren tener— la capacidad para resolverlo.
Sin embargo, federalizar la investigación no garantiza justicia. La FGR, dirigida por Gertz Manero, enfrenta cuestionamientos por su opacidad y por casos emblemáticos de corrupción no resueltos. Sin una reforma profunda que dote de autonomía real a las fiscalías y elimine la injerencia política, estas acciones pueden quedar en un gesto mediático más.
Los crematorios de Jalisco son un recordatorio escalofriante de que en México el crimen organizado no solo mata: desaparece, quema evidencias y, sobre todo, cuenta con la certeza de que el sistema lo permitirá. La complicidad institucional no es un “error”, sino un mecanismo de supervivencia para gobiernos locales que prefieren negociar con el crimen antes que enfrentarlo.
Mientras el Estado no asuma que su enemigo no es solo el crimen organizado, sino también la corrupción enquistada en sus propias filas, los crematorios clandestinos seguirán siendo el símbolo de un México donde la impunidad es la única ley vigente.