Doña Carmen: 2025, el año en que México se miró al espejo y vio sus dos caras

Por: Doña Carmen, mientras vigila la olla de ponche y la de los tamales.

Pues mire usted, aquí me tiene, ya casi cerrando el año, con las manos oliendo a canela y piloncillo, revolviendo el ponche como si en cada vuelta pudiera disolver las preocupaciones de este 2025 que, francamente, nos ha traído más sustos que piñata mal colgada. En la mesa ya tengo las uvas listas, los tamales esperando turno y las velas encendidas “pa’ que nos vaya mejor”, porque una es terca, pero también es mexicana, y aquí tenemos esa costumbre bien arraigada: antes de que el calendario cambie, hacemos recuento de golpes, milagros, corajes y esperanzas y luego, como soldados que se ajustan el casco, nos preparamos pa’ la siguiente batalla.

Y sí, batalla, porque vivir en este país a veces se siente así: como meterse al ring sin saber si el rival te va a abrazar o te va a soltar un gancho al hígado. Pero bueno, ya nos conocemos: somos optimistas por deporte, por necedad, por tradición o porque no nos queda de otra. Así que aquí estamos, repitiendo el bendito mantra de siempre, ese que decimos como si fuera receta mágica: “lo mejor para el año nuevo”. No porque seamos ingenuos, sino porque las noticias del año que termina nos dejaron clarito que necesitamos rezarle fuerte a la suerte y a San Juditas, ya de paso.

Porque dígame usted, ¿quién carajos podría considerar este un “buen año” si vivimos con las tripas hechas nudo por las amenazas de aranceles del señor Trump? Ese Gordolfo Gelatino versión región 1, que regresó al poder bien entrado enero y desde entonces no ha dejado de aventar ocurrencias como si fueran confeti, pero de lija. Que si cambiar nombres, que si revisar el T-MEC antes de tiempo, que si castigos, que si presiones aquí en México ya llevamos tantas úlceras encima que hasta el Riopan debería estar en la canasta básica. Y sí, se le reconoce a Claudia Sheinbaum que lo “toreó” más de una vez durante este 2025 que ya agoniza, pero eso no quita los sustos, los apretones en el estómago ni el coraje de ver cómo otro viene a jugar con nuestra estabilidad.

Y como si no fuera suficiente, ahí le va el resto del menú: escándalos y más escándalos, como si la corrupción hubiera decidido que extrañaba los reflectores. Que si los juniors de la política, que si dirigentes, que si figuras de la famosa “cuatroté” haciendo fila para ver quién da más vergüenza. ¡Mire nada más! Uno pensaría que después de tanto discurso sobre “no mentir, no robar, no traicionar”, el ejemplo se pegaría pero no, parece que algunos entendieron al revés: “mentir bonito, robar discretito y traicionar sin hacer ruido”. Y luego vienen los casos más pesados: los “machuchones”, los grandes nombres embarrados en historias feas, esas que una escucha mientras deshila el pavo y nomás siente que el corazón se le apachurra.

Y como si el alma no trajera ya carga, hubo tragedias que nos dejaron congelados. ¡Cómo olvidar el descarrilamiento del tren interoceánico! Con lo que significaba ese proyecto, con la esperanza que representaba, y de pronto, la vida recordándonos —de la forma más dura— que no somos invencibles, que los errores cuestan y que detrás de cada cifra hay familias, lágrimas, historias truncadas. Igual que pasó con las inundaciones, con los accidentes, con el dolor que se volvió visita frecuente en tantas casas. Y la guinda amarga del pastel: el asesinato del alcalde de Uruapan, un crimen que no solo mostró nuestra indefensión, sino también la tragedia de un país que sigue permitiendo que niños de 17 años terminen empuñando armas en lugar de libros. Eso ya no solo duele: desgarra.

Y aun así —porque México es así de contradictorio— también hubo cosas que nos encendieron el pecho de orgullo… aunque luego nos lo apagaran con sospechas. Que si Miss Universo mexicana, que si logros acá, brillo allá, pero claro, tenía que salir el cochambre, los nombres, los nexos vergonzosos. Ya ni presumir a gusto se puede, carajo.

Pero mire, no todo es sombra. Mientras cuelgo el foquito que siempre se afloja en el nacimiento y acomodo las figuras que ya perdieron pintura, pienso que todavía tenemos motivos para sonreír, aunque sea chueco. Ahí viene el 2026 con su Mundial, con la ilusión del famoso quinto partido, con el Estadio Azteca —o como le quiera decir la FIFA— listo para hacernos gritar, sufrir y emocionarnos como solo el futbol sabe hacerlo. Seguro para entonces ya tendremos nuevas broncas, nuevas amenazas, nuevos escándalos… pero también tendremos esa chispa necia que no se apaga.

Yo, mientras meto al horno el último refractario y reviso que el ponche esté listo, me digo que este 2025 fue como esas cenas navideñas donde la mesa se llena de sabores: hubo dulce, hubo amargo, hubo picante y hubo tragos difíciles de pasar. Un año donde entendimos que avanzar no significa dejar de sufrir, pero sí significa no dejar de exigir justicia, libertad, dignidad y respeto. Porque este país es casa grande, pero no bodega de abusos.

Y ya para cerrar, como quien guarda el mantel después de la fiesta, le dejo esta reflexión de mujer que ha vivido lo suficiente para saberlo: en la vida, como en la cocina, hay ollas que se pegan, panes que no esponjan y fuegos que se bajan cuando más los necesitas. Pero mientras haya manos para remover, corazón para insistir y ganas de seguir encendiendo la estufa cada día la casa sigue viva. México también. Y aunque 2025 nos haya servido un guiso lleno de contrastes, aquí estamos, cucharón en mano, listos para darle sabor al que sigue, porque aunque el mundo zarandee la mesa, lo importante es no dejar de sentarnos a ella.

Le deseo a usted, de todo corazón, que el nuevo año lo encuentre con salud, con trabajo digno, con la familia unida y con la firme convicción de que un México mejor es posible, pero sólo si lo construimos entre todos, sin rendirnos y sin callarnos. Que el año que está por comenzar lo colme de amor, paz y esa terquedad mexicana que no se rinde nunca. ¡Feliz 2026!

Con cariño y un ponchecito caliente para el alma,
Doña Carmen

Salir de la versión móvil