
Por Doña Carmen, lavando frijoles en su patio mientras la radio escupe noticias.
¡Ay, santísimo Niño de Atocha! ¿Ya se enteró de lo que me contó la sobrina de mi comadre Lula? Que ese señor Yunes, el que tanto dice amar al pueblo, anda de paseo por Italia como si México fuera su monedero personal. Y no en cualquier lado, no, sino en Capri, en uno de esos clubes donde un simple vaso de agua cuesta lo que uno gana en tres meses de trabajo honrado en el mercado.
Dicen que se tomó una champaña “modestita” de dos mil euros, así con toda la humildad que lo caracteriza. ¡Dos mil euros! Como si fueran pesos de mentiritas. Y para acompañar, una langosta fina, porque el señor es muy delicado. Seguro comió con los meñiques levantados, brindando mientras el país arde como comal con chile tostado.
Y pensar que hace unos días vendió su voto por la reforma judicial como quien vende tamales fríos. Eso sí, no le falta el discurso de “austeridad” para el pueblo: que todos debemos apretarnos el cinturón… pero claro, el suyo es de marca, con hebilla de oro macizo.
Mientras él disfruta su langosta con vista al mar, nosotros comemos frijoles aguados viendo cómo sube el precio de la tortilla. Él brinda con champán que cuesta como una vaca, y nosotros exprimimos la jamaica tres veces para que rinda. Pero lo más insultante es esa sonrisa suya, como diciendo “¿y a ustedes qué les importa?” Como si el pueblo entero fuera su servidumbre: “barran, laven, cállense… mientras yo me como el pastel en Europa”.
Pero ojo, esto no se trata sólo del viajecito. Es la hipocresía la que más duele, esa que huele a sal marina y a traición. ¿Con qué cara puede hablar de compromiso un señor que vende su voto como si fuera boleto de rifa, que huye en avión cuando hay crisis, y que gasta en un platillo lo que serviría para comprar medicinas para todo un barrio? Eso no es vivir bien, eso es escupirle en la cara al que tiene hambre.
Mi abuela lo decía claro: “Dime en qué gastas, y te diré quién eres… pero si gastas en lujo mientras vendes al pueblo, eres un Judas con corbata”. Y ahora, ¿qué sigue? ¿Que nos diga que la langosta es parte de la “dieta del pueblo sabio”? Por favor. A este paso, hasta las piedras se dan cuenta: su austeridad es como su champán, cara, amarga, y sólo para su panza.
Pero que no se confíe. El pueblo tiene memoria más larga que la fila del Seguro. Y aunque hoy se relama con langostas y brindis de cristal fino, cuando regrese lo esperará el plato fuerte: el desprecio de los que no se venden.
Con los ojos en la olla de frijoles y el oído pegado al rugir de la calle,
Doña Carmen
Vecina que prefiere su taco de sal a la langosta de la desvergüenza.










