Editorial… Sobre AMLO y la puerta entreabierta de su “retiro”

La reaparición de Andrés Manuel López Obrador en un videomensaje dominical, con el pretexto de presentar su nuevo libro, confirmó que su retiro de la vida pública no es un cierre, sino una pausa condicionada. Desde su finca en Palenque, el expresidente expuso tres escenarios en los que rompería su apartamiento: un atentado contra la democracia, un intento de golpe de Estado contra Claudia Sheinbaum —a la que calificó como “la mejor presidenta del mundo”— y la necesidad de defender la soberanía nacional.

El mensaje, de casi una hora, se presentó como un acto cultural: la introducción de Grandeza, obra dedicada a las civilizaciones originarias de México y a la riqueza cultural del país. Pero el registro fue rápidamente político. López Obrador volvió sobre sus viejos antagonistas —el “neoliberalismo”, Carlos Salinas, Felipe Calderón— y, en paralelo, aprovechó para trazar una línea roja respecto a su participación futura en la arena pública. No se trata de un simple gesto retórico: el exmandatario definió explícitamente las condiciones bajo las cuales está dispuesto a regresar “a la calle”.

Las tres causas que invocó pueden leerse en dos niveles. En la superficie, son compromisos que cualquiera en la izquierda mexicana podría suscribir: defensa de la democracia, rechazo a cualquier aventura golpista y protección de la soberanía frente presiones externas. En el fondo, sin embargo, colocan a López Obrador como árbitro moral dispuesto a intervenir si considera que el rumbo del país se desvía de los principios de la “Cuarta Transformación”. La ambigüedad no es casual. ¿Qué constituye exactamente un “atentado a la democracia”? ¿Quién determina que hay “intentos de golpe” contra la presidenta? ¿Dónde traza él mismo la frontera entre crítica legítima, conflicto político y amenaza sistémica?

El otro eje delicado es la relación con Claudia Sheinbaum. López Obrador la exalta como “la mejor presidenta del mundo” y “fiel” a la transformación, al tiempo que llama a “apoyarla mucho” porque —dice— todavía es “temporada de zopilotes”. En el discurso, se muestra como respaldo desinteresado; en la práctica, el mensaje es más complejo. La insistencia en que él saldría de su retiro para defenderla en caso de un intento de golpe de Estado plantea, de manera implícita, que la presidenta necesita un garante externo, un tutor político que, llegado el momento, se coloque nuevamente a la cabeza de la movilización.

Para el grupo gobernante esto tiene un costo simbólico. Desde Palacio Nacional se ha buscado proyectar la imagen de una presidenta con liderazgo propio, capaz de sostener su agenda sin depender del expresidente. La reaparición de López Obrador, en un contexto en el que Morena atraviesa ajustes internos y acomodos en el gabinete, reaviva la percepción de que, por encima de las estructuras formales, el verdadero referente sigue siendo él. No hace falta una gira nacional ni una estructura paralela de poder para enviar ese mensaje: basta un video bien calculado, ampliamente replicado, en el que se combina la figura del “abuelo retirado” que alimenta gallinas en Palenque con la voz del dirigente que sigue definiendo los límites aceptables de la política.

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El expresidente insiste en que no pretende regresar a cargos ni candidaturas y que su retiro es auténtico. Sin embargo, al advertir que hay escenarios en los que no puede “permanecer callado”, dejó abierta la puerta para intervenir directamente si considera que la transformación está en riesgo. Esa puerta entreabierta tiene consecuencias prácticas: cualquier crisis grave, cualquier conflicto institucional o episodio de tensión con actores externos puede leerse, para una parte de su base social, como el momento en que “ya es hora” de que vuelva a encabezar la movilización.

También está el tema de la narrativa. López Obrador dedicó buena parte del mensaje a reivindicar su gestión, subrayando la reducción de la pobreza y acusando a sus adversarios de negarse a reconocer los logros de su sexenio. Lo hace, de nuevo, desde el terreno simbólico: no gobierna, pero sigue disputando el sentido de lo ocurrido entre 2018 y 2024 y marcando el marco de interpretación del presente. Frente a una oposición que no ha logrado articular un relato convincente sobre el periodo reciente, su voz conserva peso entre millones de ciudadanos que lo consideran la referencia principal del cambio político.

La pregunta de fondo es si esta presencia intermitente fortalece o complica al gobierno de Sheinbaum. Por un lado, el respaldo de López Obrador garantiza cohesión en una base que, sin él, podría fragmentarse o voltear hacia proyectos locales en disputa por la herencia de la “Cuarta Transformación”. Por otro, la sombra del fundador dificulta mostrar una presidencia con margen propio, capaz de corregir rumbos, administrar conflictos y negociar con actores internos y externos sin la impresión de que cada movimiento debe pasar por el tamiz de Palenque.

En política, los silencios pesan tanto como las palabras. López Obrador eligió no guardar silencio. Aprovechó la presentación de Grandeza para recordar que su retiro no es irrevocable, que sigue mirando el tablero y que tiene definidas las condiciones para volver a colocarse en el centro. La escena del “espontáneo” dispuesto a saltar al ruedo cuando lo crea necesario puede entusiasmar a sus simpatizantes; para la institucionalidad democrática, en cambio, abre un debate incómodo: ¿hasta dónde puede —y debe— un expresidente seguir influyendo directamente en la dinámica cotidiana del poder sin desdibujar la autoridad de su sucesora?

Por ahora, López Obrador insiste en que se quedará en Palenque, ocupado en escribir y rememorar la historia de México. Pero su propia advertencia deja claro que no se ha ido del todo. Ha preferido instalarse en un lugar intermedio: ausente de las boletas, presente en la conversación pública, listo para irrumpir si considera que el país cruza alguna de las líneas que él mismo trazó. Esa es, precisamente, la puerta que dejó abierta.

editorial@revistapuntodevista.com.mx

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