
Las comisiones del Senado aprobaron una reforma a la Ley del Infonavit que, en teoría, busca garantizar acceso a vivienda para trabajadores mediante la construcción y renta de inmuebles por parte del gobierno. Sin embargo, detrás de las promesas de “romper con la especulación inmobiliaria” y evitar “créditos impagables”, se esconden interrogantes profundos sobre transparencia, riesgos financieros y el historial de eficiencia del Estado en proyectos de esta magnitud.
Morena defiende la reforma como un avance histórico para desmantelar el poder de las inmobiliarias privadas y ofrecer alternativas asequibles. No obstante, la oposición ha señalado con razón que el mecanismo elegido —crear una empresa filial privada manejada con recursos públicos del Infonavit— carece de controles claros. El hecho de que esta entidad no esté sujeta a auditorías públicas, como advirtió el PRI, abre la puerta a un manejo discrecional de los fondos, muchos de los cuales provienen de las cuotas obrero-patronales que por décadas han constituido el ahorro de millones de trabajadores.
Resulta paradójico que un gobierno que se autoproclama “transformador” recurra a figuras opacas para ejecutar una política social. Si el objetivo es realmente garantizar vivienda digna, ¿por qué no diseñar un modelo con participación ciudadana, rendición de cuentas periódica y supervisión independiente? La desconfianza no es infundada: Movimiento Ciudadano recordó los fracasos históricos en proyectos de construcción pública, desde desarrollos abandonados hasta viviendas de mala calidad durante sexenios anteriores.
La crítica más dura proviene de la posibilidad de que los ahorros de los trabajadores se desvíen hacia un esquema de renta gubernamental, con pagos descontados directamente de sus salarios. Si bien el gobierno insiste en que esto ampliará opciones para quienes no califican para créditos, existe un riesgo tangible: ¿qué garantiza que estos recursos no se usarán para tapar agujeros presupuestales o financiar obras sin relación con el bienestar de los trabajadores? La acusación de la oposición sobre un “robo” puede sonar estridente, pero refleja un temor legítimo ante la falta de candados legales.
Además, la reforma llega en un contexto en el que el gobierno federal ha centralizado poder en áreas estratégicas, desde la energía hasta la seguridad. La creación de una empresa estatal —aunque formalmente privada— para administrar viviendas alimenta la percepción de un modelo económico que sustituye al mercado con un capitalismo de Estado, pero sin los contrapesos necesarios para evitar abusos.
Es innegable que el sistema actual del Infonavit tiene fallas: créditos caros, viviendas lejanas de los centros urbanos y una oferta que no siempre se ajusta a las necesidades reales. Sin embargo, la solución no puede ser un salto al vacío institucional. La especulación inmobiliaria no se combate con monopolios gubernamentales, sino con regulación inteligente, incentivos al sector privado para construir vivienda popular y, sobre todo, con mecanismos que empoderen a los trabajadores para decidir cómo usar sus propios recursos.
La reforma aprobada parece ignorar estas alternativas. En lugar de corregir los vicios del Infonavit, los traslada a una entidad aún más opaca. Si el gobierno quiere demostrar que esta no es una jugada para controlar los ahorros de los mexicanos, debe comprometerse a incluir auditorías externas, límites claros al uso de fondos y participación de sindicatos y organizaciones civiles en la toma de decisiones.
La intención de garantizar vivienda accesible es loable, pero las buenas intenciones no bastan. Sin transparencia, toda reforma puede convertirse en un caballo de Troya. México ya ha visto cómo proyectos “sociales” terminan en desvíos, obras fantasma o deudas públicas estratosféricas. Si Morena quiere ser recordado como el partido que democratizó el acceso a la vivienda, debe empezar por demostrar que esta reforma no es otra excusa para expandir su control sobre los recursos de los mexicanos, sino un verdadero instrumento al servicio de los trabajadores. La pelota está en su cancha: opacidad o legitimidad.