En el complejo escenario de la política mexicana existe un mecanismo recurrente cuyo propósito no es resolver los problemas, sino ocultarlos. Se le conoce popularmente como “caja china”: una estrategia de distracción que consiste en fabricar o sobredimensionar escándalos, crisis o polémicas para desviar la atención pública de temas delicados, actos de corrupción o fracasos evidentes del gobierno. Lejos de ser una anécdota aislada, esta práctica se ha convertido en un patrón sistemático que atraviesa décadas de manipulación mediática y control de la opinión pública.
El funcionamiento de esta estrategia es perverso en su simplicidad. Cuando un escándalo real amenaza con desestabilizar al poder, se lanza una cortina de humo de gran escala. Se introduce en el debate público un tema nuevo, emotivo o polarizante que capture por completo la atención mediática y ciudadana. El objetivo es claro: lograr que la distracción sea tan absorbente que el problema original quede relegado al olvido o al menos, fuera del centro de la indignación social.
La historia reciente de México está llena de casos que, vistos con perspectiva y tras una revisión crítica, muestran el patrón de estas “cajas chinas”. Uno de los más llamativos ocurrió durante el gobierno de Ernesto Zedillo, a mediados de los años noventa, cuando el país enfrentaba una grave crisis económica conocida como el “Efecto Tequila”, marcada por despidos masivos y el rescate de bancos con recursos públicos. En ese contexto, los medios fueron inundados con noticias sobre un supuesto monstruo que atacaba animales en zonas rurales: el famoso “Chupacabras”. Durante semanas, el país se sumió en un ambiente de miedo, burlas y morbo, desviando por completo la atención del colapso financiero y sus consecuencias sociales. Analistas de comunicación han identificado este episodio como un claro ejemplo de distracción mediática.
Durante el sexenio de Felipe Calderón, en abril de 2009, la emergencia sanitaria por la influenza A(H1N1) acaparó toda la agenda informativa. Justo en ese periodo, crecían las críticas por la violencia desatada por la llamada “guerra contra el narcotráfico” y se denunciaban abusos a los derechos humanos. Aunque la crisis de salud era real, su manejo comunicativo fue desmesurado y logró desplazar, aunque fuera temporalmente, el escrutinio sobre la estrategia de seguridad. Meses más tarde, el caso de la Guardería ABC, donde murieron 49 niños en Hermosillo, expuso negligencias graves y vínculos políticos con el PAN. La indignación fue enorme, pero la respuesta oficial consistió en relanzar con fuerza la narrativa de “éxitos” contra el narcotráfico, usando una tragedia para tapar otra, más incómoda y políticamente costosa.
Con Enrique Peña Nieto, la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en septiembre de 2014 desató una crisis nacional e internacional por la gravedad del caso y la impunidad del Estado. En ese contexto surgió con fuerza el llamado “Casa Blanca”: la compra de una residencia de lujo por parte del presidente y su esposa, vinculada a un contratista del gobierno. Aunque el conflicto de interés era serio, el enfoque mediático sobre esta nueva polémica logró desviar, durante semanas, la atención sobre Ayotzinapa. El caso de corrupción se volvió una caja china que eclipsó, al menos temporalmente, una crisis más profunda en materia de derechos humanos y Estado de derecho.
En fechas recientes, el resurgimiento mediático del caso de Israel Vallarta —detenido desde hace más de 18 años sin sentencia y vinculado al polémico montaje televisivo de la supuesta banda de secuestradores “Los Zodiaco”— ha cobrado una relevancia inusitada. La presidenta Claudia Sheinbaum retomó públicamente el tema en sus conferencias matutinas, lo colocó en la agenda nacional, y ordenó una revisión del expediente. Aunque la causa en sí representa una deuda histórica del sistema judicial mexicano y merece justicia, el momento en que se reactiva la narrativa y su intensidad mediática no parecen casuales.
Este renovado interés ha coincidido con la difusión de acusaciones graves contra el senador y exsecretario de Gobernación Adán Augusto López, señalado en investigaciones periodísticas por supuestos vínculos con redes de corrupción, narcotráfico y tráfico de influencias. En lugar de encarar de frente estos señalamientos y permitir un escrutinio riguroso, el gobierno desvió la conversación pública hacia el caso Vallarta, apelando a la indignación social por un montaje televisivo ampliamente repudiado y a la narrativa del “periodismo corrupto” del pasado.
El escándalo Vallarta, su prolongada detención y la implicación mediática de figuras como Genaro García Luna, sirve entonces para mover el reflector, desviar la atención del presente y centrar la indignación en actores del pasado. Así, una causa legítima es utilizada como caja china para cubrir un tema más incómodo: los señalamientos contra un político clave dentro del actual proyecto de poder.
Más allá de estos ejemplos puntuales, existe una estrategia más sutil pero constante: la polarización permanente. Los discursos confrontativos, el ataque sistemático a adversarios y la creación de enemigos públicos son mecanismos que mantienen a la sociedad dividida. Esta división artificial opera como una caja china continua, ya que redirige la energía ciudadana hacia batallas ideológicas sin fin, dejando fuera del foco temas sustantivos como la economía, la seguridad o los servicios públicos. En un clima de confrontación constante, la exigencia de resultados se diluye ante la necesidad de defender una postura política.
El costo de estas estrategias es alto para la democracia mexicana. En primer lugar, erosionan la rendición de cuentas, ya que los problemas no se enfrentan ni se resuelven, simplemente se esconden detrás de nuevas polémicas. Además, degradan el debate público, reduciéndolo al espectáculo, la desinformación y la manipulación emocional. Tratan al ciudadano como un receptor pasivo, fácilmente manipulable, y alimentan la impunidad al eliminar cualquier escrutinio sostenido sobre quienes ostentan el poder.
Romper este ciclo de distracción requiere reconocerlo. Cada vez que un escándalo nuevo aparece repentinamente y domina las portadas en un contexto político tenso, es necesario preguntarse qué noticia importante está quedando fuera. ¿A quién le conviene esta nueva indignación? La responsabilidad recae en la ciudadanía, en los medios de comunicación independientes y en la sociedad civil organizada. Solo con un ejercicio crítico y constante podremos enfocar la atención pública en los verdaderos problemas del país y exigir lo que corresponde: soluciones, justicia y rendición de cuentas. Solo así dejaremos de ser víctimas del ilusionismo del poder y empezaremos a desmontar, una por una, esas peligrosas “cajas chinas” que tanto daño han hecho a la vida democrática de México.
