Editorial… Sobre el Rancho Izaguirre: La Geografía del Horror

Las imágenes satelitales no mienten: son testigos silenciosos de la historia. Las fotografías de Google Earth que hoy circulan revelan una verdad incómoda y demoledora: el Rancho Izaguirre, ese infame campo de exterminio vinculado al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en Teuchitlán, Jalisco, no existía durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012). Su construcción comenzó entre 2014 y 2017, bajo la administración de Enrique Peña Nieto. Este dato no es un detalle técnico: es una pieza clave para desentrañar la red de complicidades, omisiones y fracasos que permitieron que un predio rural se convirtiera en un escenario de terror.

Las imágenes muestran que, hasta 2013, el terreno donde luego se erigió el rancho era solo un espacio vacío, sin estructuras relevantes. Para 2017, ya aparecen edificaciones, cercas y caminos. Es decir, el sitio fue construido y operado en pleno auge del CJNG, grupo que, bajo el mandato de Peña Nieto, consolidó su poder como el cártel más violento y extendido de México. La pregunta es inevitable: ¿cómo pudo levantarse un complejo de tales dimensiones —presuntamente usado para secuestros, torturas y asesinatos— sin que las autoridades locales, estatales y federales lo detectaran?

No se trata de un galpón improvisado: hablamos de un espacio organizado, con infraestructura suficiente para operar como centro logístico del crimen. ¿Dónde estaban las fuerzas de seguridad? ¿Qué hicieron las fiscalías, la Secretaría de la Defensa, o la entonces recién creada Gendarmería? El silencio de las instituciones no es solo una negligencia: es una mancha en la historia reciente del país.

El periodo 2012-2018 fue marcado por una narrativa oficial que insistía en reducir la violencia mediante una estrategia de «paz social». Sin embargo, los hechos desmienten el relato: según datos del Instituto Nacional de Estadística (Inegi), los homicidios dolosos aumentaron un 140% durante esa administración, mientras el CJNG amplió su control en 28 estados. En este contexto, el Rancho Izaguirre no es una anomalía: es un símbolo de la impunidad estructural que permitió al crimen crecer como un cáncer.

La ausencia de intervención estatal en el rancho plantea sospechas insoslayables: ¿hubo colusión de autoridades? ¿O simplemente se priorizó la contención mediática sobre la inteligencia policial? Ejemplos como Ayotzinapa (2014) o la desaparición forzada de los 43 normalistas, también bajo Peña Nieto, revelan un patrón de opacidad y manipulación de la verdad.

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Hoy, el horror de Teuchitlán emerge con fosas clandestinas, restos humanos y testimonios desgarradores. Pero el escándalo no debería centrarse únicamente en la crueldad del CJNG: debe cuestionar a un sistema que, durante años, permitió que estas redes operaran a plena luz del día. Las imágenes satelitales no solo desmienten versiones previas —que vinculaban el rancho a la «guerra contra el narco» de Calderón—, sino que exponen la urgencia de una investigación profunda sobre la actuación (o inacción) de los gobiernos de Jalisco y federal entre 2014 y 2018.

¿Por qué no hubo operativos en la zona? ¿Cómo es posible que, en un país con tecnología militar y satelital, un rancho de tales características pasara desapercibido? La respuesta más plausible es también la más trágica: las instituciones miraron hacia otro lado, ya fuera por incompetencia, corrupción o cálculo político.

México no puede permitirse seguir enterrando sus crímenes en la memoria corta. Cada fosa descubierta, como las de Teuchitlán, es un recordatorio de que la impunidad no es abstracta: tiene cómplices con nombre y apellido. El caso del Rancho Izaguirre obliga a revisar el papel de los gobiernos estatal y federal (2012-2018). ¿Qué informes de inteligencia ignoraron?. ¿Por qué no hubo seguimiento a denuncias previas sobre desapariciones en la zona?. ¿Cómo no detectaron movimientos sospechosos en un punto estratégico?

El escándalo del Rancho Izaguirre no es solo un caso aislado: es un reflejo de la podredumbre institucional que ha permitido al crimen organizado enraizarse en México. Las imágenes satelitales son un primer paso, pero sin una investigación independiente —libre de intereses políticos—, sin juicios a los responsables y sin reformas para desmantelar las redes de protección, este horror se repetirá.

La sociedad debe exigir respuestas claras: ¿quiénes financiaron la construcción del rancho? ¿Qué funcionarios omitieron actuar? ¿Cuántas víctimas más esperan bajo tierra? Mientras las autoridades evadan estas preguntas, México seguirá siendo un país donde los muertos claman justicia… y los vivos temen ser los próximos.

editorial@revistapuntodevista.com.mx

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