La realidad, en ocasiones, supera con creces a la ficción. En el ámbito judicial, donde la precisión legal y la experiencia práctica son pilares irrenunciables, resulta preocupante observar cómo ciertas figuras públicas parecen confundir el rigor del derecho con un espacio para la improvisación ideológica. El caso de Lenia Batres, autodenominada “ministra del pueblo” y miembro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), ejemplifica esta peligrosa deriva. Su aproximación a los asuntos jurídicos, más cercana a las creencias personales que al estudio meticuloso de las leyes, no solo debilita la credibilidad de la institución, sino que plantea una pregunta incómoda: ¿puede permitirse el lujo la justicia mexicana de convertir la Corte en un foro de ocurrencias?
Batres, designada en noviembre de 2023 bajo un discurso de “transformación” del Poder Judicial, ha insistido en enmarcar su labor como una lucha contra las “élites” y a favor de una visión popular de la justicia. Sin embargo, el derecho no se construye sobre consignas, sino sobre normas, precedentes y una comprensión profunda de los principios jurídicos. Sus intervenciones públicas y sus votos en resoluciones clave han dejado entrever un patrón preocupante: la sustitución del análisis técnico por narrativas políticas.
Por ejemplo, en discusiones recientes sobre conflictos constitucionales, Batres ha optado por apelar a una supuesta “voluntad popular” como fundamento de sus posturas, sin articular cómo esta se traduce en los marcos legales vigentes. Este enfoque, aunque efectista, ignora que el papel de un ministro no es actuar como portavoz de una facción, sino como garante de que todas las voces —incluidas las minorías— sean protegidas bajo el paraguas de la ley.
La crítica más severa hacia Batres, sin embargo, no radica en su ideología, sino en su aparente desconocimiento de los rudimentos del quehacer judicial. Quienes han seguido sus participaciones en sesiones de la Corte describen un estilo que recuerda más al de un estudiante de derecho debatiendo en una simulación académica que al de una autoridad con dominio de los procedimientos. La práctica jurídica exige no solo entender la teoría, sino también anticipar las consecuencias de cada fallo, equilibrar interpretaciones y respetar formalismos que garantizan la seguridad jurídica.
Cuando un ministro desestima estos aspectos, reduce el tribunal a un escenario de experimentos, donde las sentencias pueden percibirse como arbitrarias. Y en un país con históricas deficiencias en la impartición de justicia, esto no es un error menor: es una bomba de tiempo para la confianza ciudadana.
El mayor riesgo de esta situación no es que Batres quede en evidencia ante sus colegas —algo que, según fuentes cercanas a la Corte, ya ocurre en privado—, sino que la SCJN pierda autoridad moral para exigir respeto a sus decisiones. Los demás ministros enfrentan un dilema: corregir sus desaciertos de forma interna o permitir que la polarización política contamine la institución.
Es irónico que una figura que prometió “democratizar” la justicia termine exponiendo sus fragilidades. La Corte no necesita héroes populistas, sino juristas capaces de navegar la complejidad de un Estado de derecho. La lección es clara: en materia judicial, las buenas intenciones no sustituyen al conocimiento, y el activismo sin rigor termina pagando un costo que afecta a todos.
México vive una época en la que la polarización amenaza con trivializar las instituciones. Permitir que la Suprema Corte se convierta en un espacio donde primen las ocurrencias sobre el análisis jurídico no solo sería un error, sino una traición a su mandato constitucional. Lenia Batres, más allá de su retórica, tiene la obligación de demostrar que su lugar en la Corte se debe a su capacidad, no a una cuota política. Si no lo hace, no serán sus colegas, sino la historia, la que juzgará su paso por el máximo tribunal como un experimento fallido.
La justicia no es terreno para aficionados. Exigir profesionalismo no es elitismo: es la defensa mínima que todo ciudadano merece.