Editorial… Sobre la ironía de la “honestidad valiente”

Durante años, la llamada “honestidad valiente” fue presentada como el emblema de una nueva era política: un modelo de gobierno que prometía ética, transparencia y justicia social. Sin embargo, el paso del tiempo ha revelado una paradoja profunda. Lo que nació como una consigna moral terminó convertida en un eslogan hueco, y en su nombre floreció una de las administraciones más cuestionadas en materia de integridad pública.

La frase “Por el bien de todos, primero los pobres” sonaba, en teoría, como un compromiso humanista. En la práctica, la prioridad se desplazó hacia el control político, la acumulación de poder y la expansión del clientelismo. En vez de construir un nuevo paradigma ético, se reprodujeron —y en algunos casos se profundizaron— los mismos vicios que se criticaban. El dinero, la lealtad partidista y la impunidad volvieron a ser las divisas más valiosas en la política mexicana.

La llamada “nueva élite” política que se presentó como adalid del cambio resultó, en buena medida, un reciclaje de cuadros provenientes del PRI, del PAN y del PRD, marginados por sus propios partidos y reinsertados en un proyecto que los acogió sin demasiadas exigencias éticas. Con el tiempo, esos actores desplazaron a los fundadores del movimiento, colonizaron sus estructuras internas y se adueñaron del discurso del poder. La consecuencia fue predecible: el ideal de transformación se diluyó entre pactos, complicidades y la defensa de intereses personales.

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El daño más profundo, sin embargo, no fue sólo político, sino institucional. En el proceso de consolidar su hegemonía, el grupo gobernante debilitó contrapesos, desmanteló órganos autónomos y subordinó instituciones diseñadas para vigilar el ejercicio del poder. En nombre del pueblo, se redujeron los espacios de crítica y se amplió el margen de discrecionalidad gubernamental. Lo que se perdió en ese intercambio fue el espíritu democrático que debía sostener cualquier transformación real.

Hoy, la ironía es evidente: el movimiento que prometió regenerar la vida pública terminó normalizando las mismas prácticas que prometió erradicar. La “honestidad valiente” se transformó en una etiqueta vacía, un recordatorio incómodo de lo que pudo ser y no fue. La historia reciente enseña que los lemas no cambian realidades por sí mismos; lo hacen las conductas, la rendición de cuentas y la ética con la que se ejerce el poder.

Al final, los pobres —en cuyo nombre se justificaron tantas decisiones— quedaron otra vez en el último lugar de las prioridades nacionales. No fueron protagonistas de la transformación, sino espectadores de un proceso en el que el dinero, la ambición y la impunidad ocuparon el centro del escenario. La verdadera honestidad, en política, no se declama: se demuestra.

editorial@revistapuntodevista.com.mx

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