Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum no solo respondió a una protesta: definió el tono de su gobierno frente a la generación que la observará con más severidad que ninguna otra. La marcha convocada por jóvenes y respaldada por diversos sectores sociales dejó un saldo de heridos, detenciones y un Zócalo convertido en zona de confrontación. Pero el trasfondo va mucho más allá de los golpes y las vallas derribadas. El malestar es real. Las manifestaciones no surgieron de la nada, sino del hartazgo acumulado frente a la violencia, la corrupción y la impunidad que siguen marcando al país. Era, por tanto, una oportunidad política para reconocer ese descontento, abrir un canal de diálogo y encabezar una conducción responsable de la crisis. Esa oportunidad se perdió.
En lugar de acercarse a los jóvenes, la presidenta optó por deslegitimar la protesta, atribuyéndola a campañas internacionales, financiamiento opositor y grupos radicales. Es posible que haya intereses políticos intentando capitalizar el descontento, como ocurre en cualquier democracia. Sin embargo, reducir toda la movilización a un montaje es una forma de negar que miles de personas salieron a las calles porque sienten que el país se está descomponiendo y que el gobierno no está escuchando. La narrativa del complot puede servir para movilizar a la base política, pero no explica por qué el malestar se ha extendido a sectores que no responden a una agenda partidista.
La respuesta oficial también se centró en destacar la violencia contra policías, lo cual es grave y no se debe minimizar. Hubo agresiones directas, destrucción de infraestructura y ataques que no tienen justificación. Sin embargo, organismos y periodistas también documentaron uso excesivo de la fuerza, gas lacrimógeno y empujones contra manifestantes y reporteros. La reacción presidencial se inclinó más por la victimización institucional que por una revisión autocrítica de los protocolos policiales. El mensaje que recibe la sociedad es que la violencia que importa es la que recae sobre el gobierno, mientras que la que proviene del gobierno es explicada o relativizada.
Para un gobierno que se asume progresista, la oportunidad de demostrar un liderazgo distinto era clara. Escuchar primero, reconocer la legitimidad del hartazgo y revisar los operativos de seguridad habrían sido señales de madurez política. En cambio, prevaleció el discurso defensivo, la insistencia en la conspiración y la idea de que toda crítica forma parte de un ataque coordinado. Con ello, la presidenta selló un punto de inflexión en su relación con la ciudadanía. La legitimidad ya no se mide solo en votos; se actualiza día a día frente a cada crisis. Y esta crisis reconfigura la forma en que se evalúa su liderazgo dentro y fuera del país.
Aunque la 4T mantiene una base electoral importante y México sigue siendo un actor clave en el ámbito internacional, la distancia con los sectores críticos se ensancha. No se trata de derechas o izquierdas, sino de mexicanos que se reservan el derecho de dudar, señalar y exigir. Entre ellos hay jóvenes que marcharon, policías que cumplieron su deber, periodistas que documentaron los hechos y ciudadanos que observan con preocupación la reacción oficial. Si la presidenta no rectifica y no abre un diálogo real con quienes están expresando su inconformidad, el desgaste que hoy comienza puede acelerarse hasta volverse irreversible.
Lo que viene dependerá de su capacidad para reconocer que gobernar implica escuchar incluso a quienes no coinciden con ella. Quedan opciones sobre la mesa: investigar con transparencia tanto las agresiones a policías como los posibles abusos policiales, dialogar con colectivos juveniles y organizaciones civiles, y asumir que la crisis de violencia no se resolverá con discursos de confrontación. De no hacerlo, esta jornada será recordada como el día en que la primera presidenta de México dejó pasar la oportunidad de reconciliarse con una generación entera y de corregir el rumbo antes de que el desgaste político definiera su destino.
