El pasado 1 de junio marcó un hito en la vida institucional de México: por primera vez, la ciudadanía fue convocada a las urnas para elegir directamente a una parte significativa del Poder Judicial, incluyendo jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte. Sin embargo, lo que debía ser un ejercicio de democratización profunda se vio ensombrecido por una participación ciudadana alarmantemente baja, estimada en apenas un 13% por el Instituto Nacional Electoral (INE), desatando un intenso debate sobre la legitimidad y viabilidad del proceso.
Estas elecciones son el núcleo de la ambiciosa reforma judicial impulsada por el gobierno de Morena. Su objetivo declarado es “democratizar la justicia” y combatir la arraigada impunidad mediante la elección popular de los impartidores de justicia. La premisa es acercar el poder judicial al pueblo y romper con los mecanismos tradicionales de designación, percibidos por el oficialismo como opacos y elitistas.
La baja participación no fue un fenómeno aislado, sino el resultado de múltiples factores convergentes. La oposición política (PAN, PRI) convocó activamente a la abstención, argumentando que la elección popular socava la independencia judicial al someter a los jueces al vaivén de la política y la popularidad, y advirtiendo sobre riesgos de clientelismo y captura del poder judicial.
La jornada estuvo salpicada por denuncias de propaganda ilegal a favor de ciertos candidatos y, de manera más crítica, por una drástica reducción en el número de casillas disponibles (de 172,000 en elecciones federales ordinarias a 84,000), dificultando el acceso al voto.
La naturaleza novedosa del proceso, la gran cantidad de cargos en disputa (más de 2,600) y la escasa o nula información pública sobre el perfil, trayectoria y propuestas de la inmensa mayoría de los candidatos generaron confusión y desinterés entre el electorado.
En medio de la controversia, la Presidente Claudia Sheinbaum declaró la jornada como “todo un éxito” y un “triunfo histórico”. Su argumento central radica en la naturaleza misma de la reforma: defiende que una elección universal no tendría sentido si su propósito fuera simplemente “controlar” al Poder Judicial, sugiriendo que el objetivo es mayor representatividad, no subordinación política directa. La oposición, por el contrario, ve en la abrumadora abstención un claro rechazo ciudadano al modelo y una falta de legitimidad para los elegidos.
Más allá de la retórica política, la participación del 13% plantea interrogantes fundamentales. ¿Puede considerarse legítimo un proceso donde la inmensa mayoría del electorado (87%) no emitió su voto? La representatividad de los cargos electos queda bajo una fuerte sombra.
El debate de fondo sobre si la elección popular fortalece o debilita la independencia judicial sigue abierto. El temor a la politización y la presión de intereses particulares sobre los jueces electos es real y requiere sólidos contrapesos institucionales aún por materializarse plenamente. Las irregularidades reportadas y la logística deficiente (reducción de casillas) evidencian fallas graves en la organización, minando la confianza en el proceso.
La abstención masiva refleja una profunda desconexión entre la ciudadanía y este nuevo mecanismo, ya sea por desinformación, desconfianza en el sistema, desinterés o adhesión al llamado de boicot. Esto representa un desafío mayúsculo para el objetivo declarado de “democratizar” la justicia.
Las primeras elecciones judiciales en México han dejado una estela de dudas más que de certezas. Mientras el gobierno celebra un hito en su proyecto de transformación, la abismal participación ciudadana y las irregularidades observadas imponen una seria reflexión sobre la legitimidad y la eficacia del modelo adoptado. Los resultados finales, a conocerse el 15 de junio, y el desarrollo de la segunda etapa en 2027 (para otros 1,400 cargos), serán cruciales para evaluar si este experimento logra realmente acercar la justicia al pueblo, fortalecer su independencia y reducir la impunidad, o si, por el contrario, profundiza la crisis de credibilidad y confianza en una institución fundamental para la democracia mexicana. El verdadero éxito histórico no se mide solo en la realización del acto electoral, sino en su capacidad para generar una justicia más accesible, independiente y eficaz para todos los mexicanos. Ese juicio aún está pendiente.
