La demanda millonaria es el precio de la impunidad

MRS / Revista Punto de Vista / 2 de septiembre 2025

Es el escándalo que define a una era política: la de la doble moral elevada a arte de gobierno. El caso de Pío López Obrador es la metáfora perfecta, el resumen impúdico de lo que hemos presenciado en los últimos años. Un hecho que pasó de la negación risueña a la justificación cínica, y que hoy culmina en la reivindicación más surrealista: la de la víctima que exige una indemnización de 400 millones de pesos por haber sido pillado.

La secuencia es de antología. Primero, el impacto: el video inapelable donde se ve a Pío López Obrador, hermano del entonces candidato y hoy expresidente, recibiendo sobres amarillos llenos de fajos de billetes. La evidencia visual cruda, incontestable. Luego, la confirmación: su cómplice, David León Romero, no solo lo admitió, sino que detalló la mecánica de las entregas. La verdad, en ese momento, parecía no tener salvación.

Pero entonces llegó la fase maestra, el giro retórico que solo un poder absoluto puede permitirse. Andrés Manuel López Obrador, desde la tribuna privilegiada de la mañanera, no lo negó. Lo reconoció, pero lo bañó en un eufemismo que ya es parte del léxico de la corrupción nacional: no eran sobornos, eran “aportaciones”. La palabra, vaciada de significado ético, sirvió para transformar un delito en un acto de solidaridad, para convertir la compra de influencias en una colecta benéfica. El mensaje fue claro: el poder redefine la realidad a su antojo.

Hoy, con todo el poder en sus manos, la farsa da su salto final. El mismo personaje filmado aceptando dinero, el cuyo acto fue minimizado y justificado desde Palacio Nacional, no solo ha sido perdonado por la estructura de poder que controla su hermano, sino que ahora se presenta como el agraviado. Pío López Obrador, en una jugada que mezcla el descaro con el oportunismo, exige 400 millones de pesos al Estado por el “daño moral” que le causó… que se hiciera público su videoescándalo.

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La ecuación es perversa en su simpleza: el delito no es recibir dinero de manera opaca y potencialmente ilegal; el delito, el verdadero agravio, es que te hayan grabado haciéndolo. La culpa, nos quieren hacer creer, no es del que extiende la mano, sino del que presiona el botón de REC. Es la doctrina del victimario como víctima, aplicada sin rubor.

Esta demanda es la gota que derrama el vaso de la paciencia ciudadana. Es la confirmación de que para unos cuantos, las reglas no solo no aplican, sino que se tuercen para su beneficio. Mientras a un ciudadano común una falta menor lo lleva a la cárcel o lo hunde en multas impagables, la élite en el poder se siente con la autoridad moral no solo de absolverse a sí misma, sino de cobrar por el “daño” de ser señalados.

Exigir 400 millones de pesos por “daño moral” es la burla final. Es escupirle a la inteligencia de un país hastiado de la corrupción. Nos quieren vender que el culpable es el reflector que alumbra la podredumbre, no la podredumbre en sí. Este caso ya no es solo sobre Pío; es sobre el proyecto que prometió barrer con las prácticas viciosas del pasado y que, en cambio, no solo las ha perpetuado, sino que ha tenido la desfachatez de ponerles precio y pedir que las paguemos todos.

El verdadero “daño moral” no es para el hermano filmado, sino para la nación que es testigo de cómo la impunidad se viste de ofendida y envía la factura.

mrenzi@revistapuntodevista.com.mx

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